domingo, 26 de septiembre de 2010

El mismo amor, la misma lluvia


Y ahora a celebrar,
a la luz de una estrella vespertina y azul,
la hazaña de estar vivos,
conocerte aquí, todo aquello que fuimos,
ya sabes, en fin,
nuestro pequeño milagro,
mi pequeño milagro.


A veces agradezco ese milagro…A veces me destroza por dentro.

Háblame de tus abrazos, de nuestro amor imperfecto, de la luz de tu utopía, que tu voz tape este estruendo.

Yo me pregunto si será coherente culpar a Ismael Serrano, o a los mates, o a la insanía creciente. Probablemente no, pero sigo pensando por qué será que no duermo. No sé a qué le tengo miedo. No sé que clase de inercia es esta que me agarra frente al monitor, o frente a un libro, o frente a una pared (si, una pared). Y después de mucho pensar…

A veces no puedo dormir, Alicia, y sé que te vas a reír pero ando loco buscando la melodía que te congele en mi abrazo, que te retenga a mi lado.

Me cago en vos Ismael. Yo era Alicia. Bah, no era Alicia. Nunca fui Alicia hasta ahora. Después de caerme por el último y más profundo de los pozos…

Todo es frágil: tu costumbre de amarme, mi fe, el silencio y la vida que duerme en un vagón de tren. Tu contrato fugaz, la memoria, este hilo de voz, las quimeras que surcan estrechos y este corazón que persigue tu rastro en la alfombra de la habitación.

Qué costumbre de interrumpirme que tenés Ismael. Pero sí, soy frágil, ¿y? Ya no me da vergüenza. ¡Cuántas cosas no me dan vergüenza ya! Ahora robo besos sin siquiera sonrojarme porque, total…Los robo porque no son de su boca. Te confieso que a veces me prendo un pucho o dos. No, no lo veo en el humo. No, no me lo recuerda. Ni siquiera yo sé por qué lo hago. Alguna vez me dijeron que no iba a estar sola, Mentía Ismael, y mentía con tu voz.
Hace tiempo que no se por qué hago las cosas, y sin embargo, nada es mejor que este let it be. Sí, debería estar estudiando historia. Si, de vez en cuando tengo miedo. Sí, soy como un animalito que solo obedece al instinto. El instinto…Que muerto estaba el instinto y miralo ahora vivito y coleando, sacudiéndome a su compás. Por lo menos me quedó el instinto, porque si hablamos de corazón, bien muerto está. Y bien enterrado. Y me dan ganas de meter la pata, pero ahí es cuando Cata me tira los brazos y pienso que no necesito que nadie más me los tire.
Como verás, soy un otario más Ismael. Y no me arrepiento. Y volví a ser la que era, así, un poquito más reventada, con un par de rasguños, heridas de guerra muy distintas a las que solían quedarme después de esos combates. Lo que me daba placer ahora me da dolor, ya ves, y aún así me enorgullecen mis cicatrices. ¡Pero claro! Si son la prueba de que no pasé la vida sentada en la comodidad y la seguridad de ser un autómata y no sentir, no latir, no gozar, no vivir. Sentí, latí, gocé, viví y el que no me crea que mire estas ojeras cuando mañana me levante y me interne en los pormenores de la revolución francesa. Al fin y al cabo soy una combinación de militante de la utopía y borracha de fin de semana. Amo ser el huracán, el chaparrón, la melodía, amo ser tantas cosas porque siempre soy algo, nunca soy nada, nunca soy ninguna. Mi amigo diría que estoy “ranting”, porque así somos con el spanglish, y nadie va a entender eso más que él.

Confiesa que me buscaste entre los escombros, en las ruinas del alma

¿Vos decís que me vaya a dormir Ismael? Dijo que me quería libre, y en ese mismo momento me encadenó. Me torturas Ismael, pero no sé. Es como drenarlo de las venas. Después de todo vos también tenés el don de la palabra, y cuantas boludas, perdón, Julietas habrán estado del otro lado de tu papel.

Como la certeza de que no sueñas conmigo, negro era aquel bar…

Y volví, ¿viste? La misma camisa me sonrió y me preguntó dónde había estado, y qué decirle si ni yo sé donde estuve. Fue lindo volver. La noche, la ventana abierta de par en par, el humo, ningún llanto que se acallara de repente porque el futuro incierto, el destino, o como mierda quieras llamar a ese rayo que me partió en dos entró por esa puerta. Ismael le tengo miedo a tus silencios porque no sé lo que puede venir, y me recordás que tengo ganas de sacarme una foto con la estatua de Mafalda que está en San Telmo, a falta de la taza que me dejé olvidada junto con la cordura en vaya a saber que rincón del departamento rozando la playa. Intento imaginármelo y lo veo claro…Tal vez está exactamente haciendo esto, aquello, o tal vez haya ruido en el colchón mientras el mío apenas me sostiene el cuerpo.

Será que el último verano se escapó en otro metro, que en este vagón no sale el sol, que ayer no llamaste por teléfono.

Pero Ismael, no digas pavadas, que en mi vagón no falta nunca el sol, No amigo, no te confundas. Mirá mi sonrisa. Mirame entera. Mirá lo que soy, mirá lo que siento. Es una parte muy chiquita la que necesita de esta clase de…

Gente que miente por un trozo de calor, que reza por que pare el ascensor atrapado contigo

Me haces reír, lo tengo que admitir, aunque interrumpas la cadena de pensamiento. Sabés que necesito la taza de leche caliente para dormir, porque si ya pasaron los 4 es que estoy complicada. En realidad me muero de sueño. No sé por qué no quiero dormir. Es que tengo tantas ganas de todo que no paro, no me desacelero. De correr todo lo que me den los pies, Pero ahora tengo la taza entre las manos y no pienso nada. Aprendí a callarte, cabeza. Y así te empecinás en hacerme llorar Ismael.

Si te vas, los árboles del parque seguirán creciendo, pasará este otoño. Se unirán dos nuevas soledades, se dirán mentiras, seguiremos locos

Un día dijimos (tengo esa costumbre puta de todavía nombrar un nosotros) que los locos éramos los cuerdos del mundo. Ya sé lo que va a pasar cuando me duerma: voy a soñar cosas raras. Puedo levantarme riendo o llorando, ¿y cómo saberlo? Estoy tan envenenada y tan viva, tan feliz. Sí, feliz. ¿O pensaste que no era feliz? No te confundas Ismael, si soy feliz. Es sólo un lento ajuste a la espera.

La ciudad parece un mundo cuando se ama a un habitante

A mi más que un mundo se me hace una pequeña habitación. Lo siento respirar. Callate un poco. ¿Lo oís? Tose un poco a veces. Mejor me apuro a tropezar, a cometer mil errores, a malgastar en cualquier cama lo que se me de la gana (no te ofendas, no sé por qué me acordé de Arjona). Faltan meses, faltan años. A acumular vida se ha dicho. Y no, este insomnio no es nada Ismael. Es sólo que como vos dirías: últimamente, me cuesta tanto, tanto, tanto no…Ese verbo, sí. A dormir.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Santa Rosa y La Canosa


Seria necesario entrar para poder sentir lo que se ve. Lo que solo unos pocos somos capaces de ver, y así poder sentir, por que entramos y pisamos ese lugar. Las paredes que se insertan en la mente cual culo de video match. Pero cuánto más puede dar una pared. Si vieras esos carteles cortarse por la humedad, por alguna mano que quizás lo quiso desgajar, o por el tiempo, que lo corre como a mí, como a vos y como a él. Es un cartel. Y cuánto más que un culo puede dar. Y nadie lo ve. Y nadie lo vende. Sólo unos pocos sin ansias de figurar lo podemos comprar. Y sin un papel que intermedie entre mi mano y él.
Me imagino a sus “boludos” mal modulados, insoportablemente modulados, desmodulados. Moduladamente inmodulables correr de la faringe, laringe, ¡qué esfinge! hasta la lengua, y de ahí como una carrera impecablemente armamentista deslizarse como letras recién encajadas por un niño inexperto por esa lengua que tienen como tobogán. Y de ahí al aire, nada más que una función que desconozco tanto como él y como ustedes. Y salio ese boludo tan insoportablemente in modulado. Y fue producido por la sorpresa de lo desconocido, un lugar deshabitado para ese horario, unos ojos bien abiertos a causa de la desorbitación de la invalidez y de la desazón. Pura palabrería, sólo para decir que la sorpresa a todos nos llega. Y el boludo se puede convertir en un grito de burgués que pretende salir del globo de aire y caer en un lugar en el que su boludo no encaja para bien.
Si se calcula desde una postura, la perdida de tiempo fue realmente extrema, es o podría haberlo sido. Si esto hubiese ocurrido. Dos horas de vaguear, leer un poco acá, escuchar un poco allá, y ni hablemos de mirar, pensar, meditar. Dos horas. No se cuantos minutos, ni hablemos de segundos. La matemática no es algo que pueda negociar.
Si se calcula desde otra postura, puede decirse que se estuvo gestando alguna respuesta a la supuesta perdida de tiempo que otros supuestamente tienen. Por que sólo quieren joderte, dejarte invalidado en panamericana, en corrientes o en tu casa. No todo es lo que se vende, ni lo que se compra, ni mira, ni escucha, ni parece. No todo lo que brilla es oro, no todo es una foto. Si todo es una foto, quiero estar, al lado tuyo. Benditas pastillas del abuelo, gracias por algunas frases bien armadas para el momento justo. Vayamos más allá de las ganas de joder o la vagancia supuestamente impregnada que se adjudica por no correr atrás de la vulnerabilidad del tiempo que se nos da. Por defender algo que no todos ven, por que el cartel desgajado es propiedad invendible de unos pocos. Los baños inundados y las aulas despintadas. Esas paredes manchadas de vida, de ganas de nada. De ganas de todo. Tan simple como plasmar unas ganas. Tan simple como escuchar dos horas a un mono que habla. Esas caras llenas de magia, esos pantalones sucios y gastados. Las zapatillas mal atadas. El sillón que guarda sueños de miles de cabezas que tuvieron la gloria de descansar sobre sus brazos, de esas piernas que estuvieron ahí extendidas, y fueron tapadas por una mano desconocida. Esa comida recién calentada, o recalentada, preparada y pensada. Brindada a unas bocas que solo hablan, que se extienden y muestran sus dientes, que expresan lo que sienten. Ese amontonamiento de gente nerviosa a punto de explotar. Una nube de humo que persigue a todo el que pase, y a nadie molesta, por que existe el respeto. Por que existe la comunidad. Por que existe algo que todos vemos, por igual. Que no se sabe bien qué es, pero está. Esa mano que te extiende un pañuelo, ese hombro que te ve apretujado y evita el golpe, y recibís a cambio una sonrisa cómplice, una mirada agotada. Y unas ganas extremas de que el mundo sea como no es. ¿Por qué te empecinas en que el mundo sea como no es?, por que no me gusta. A mi tampoco. Y no todos entienden las ansias de cambio.
Y quizás que vos putees adentro de tu ataúd metálico por que estás invalidado para correr atrás de algo impuesto, significa algo positivo. O algo negativo. Pero algo se está movilizando. Habría que abrir más los ojos y ponernos un poco en el lugar del otro. Que vos putees significa que a ellos se les cae el techo en la cabeza. Que vos putees significa que su piso se inunda. Que vos putees significa que sentís como siento yo, como sienten ellos. Como sentimos todos. Solo que yo me permito verlo y vos no. Y darte cuenta de que algo puede pasar te hace putear una vez mas. No todos estamos listos para el cambio. No es vagancia ni perdida de tiempo, es hacer oír una voz que esta naciendo, que esta reviviendo y que nunca debería partir. No todos podemos ser tontos ante la obviedad, es más fácil vivir en la comodidad del malestar, que romper con lo establecido y hacerte putear. Benditas sean las puteadas si algo logran. Aun que sea que un boludo, bien modulado, mal modulado, pero boludo igual, se siente y goce de perder el tiempo escribiendo y pensando que en algún momento algo va a pasar. Que la chispa que fue encendida no se apaga ni por la lluvia torrencial. Que venga santa rosa. Que algunos queremos despertar.
Hay paredes que quieren escuchar, y bocas que quieren explotar.

viernes, 10 de septiembre de 2010


Es tan temprano que da calambre, y las botas marrones pisan ligero la casi cuadra hasta la estación, pasos cortitos pero a gran velocidad, como si por eso fuera a hacer menos frío. Le dan ganas de prenderse un pucho, aunque no fuma: es que la situación es acorde al cigarillo, o el cigarillo acorde a la situación, no sabe, la cosa es que le dan ganas. Por fin se ve una sola luz cortando la niebla, despacio, muy despacio, acercándose hasta el centro, donde está la estación, donde está el banco de piedra, donde están las botas marrones que de un salto se apresuran a conseguir un asiento. Y una vez acurrucadas contra la ventana, se entregan al sueño, al tren que se mece lentamente. A veces sonríe con los ojos bien cerrados, pensando lo gracioso que sería cruzarlo en la estación, rotoso y despeinado, y saludarlo con esa complicidad que solo tienen aquellos que saben darse buenos gestos cada tanto pero nada más. El vínculo más sano de todos: aquél en que ambas partes no se quieren. Abre muy apenas un ojo y ve el primer arco, más tarde el segundo, después el galpón colorido. Se sorprende pensando en una persona por estación, y en otra en todas las estaciones, pero qué más da. Hora de bajar y pasar el túnel. Hora de abordar el otro tren, y las botas esquivan a la señora de las mentitas y se acercan sigilosamente al lugar donde aproximadamente va a ubicarse la puerta en cuanto el tren entre en la estación. Y ese momento llega, y ahora sí, empujones, apretones, nadie que intente comprender que si no bajan unos no subiran los otros, y ahí sí, después de la ley de la selva, las botas marrones entran despreocupadamente y se dejan caer junto a la primer ventana que encuentran. Sobre esas botas hay una mente dispersa que se esfuerza por abrir un apunte y por ser nada más y nada menos que una estudiante; pero a lo largo del viaje la amiga, la mujer, la hija, la tía, la prima, la hermana, van ocupando a su turno ese lugar, y es probable que las botitas lleguen con tan sólo dos páginas leídas. “Moreno, Paso del Rey, Merlo, Padua…” repetía la voz de papá cuando las botas eran unos zapatitos azules de gamuza que por primera vez recorrían un vagón. Los zapatitos intentaban recordar pero nunca pasaban de Padua, y la pequeña cabeza sobre los zapatos se perdía en imaginarse un rey caminando apresurado por los pasillos de su palacio, y con eso siempre empezaba alguna historia porque era tan grande su imaginación. “Tan grande…” se hacen eco las botas de ese pensamiento, de esa memoria con olor a perfume de señor, a canas incipientes, a padre ahora soltero intentando…Simplemente, intentando. Sus ojos siguen el recorrido de la ligustrina que se pierde más allá de la estación de servicio, y aunque no llegan hasta ahí, ven con claridad el edificio despintado, el portón abierto, las ventanas rotas, las aulas destartaladas. Un calorcito en el pecho la asombra nuevamente al pensar que ya pasaron tantos años desde ese día en que, junto al paso nivel, conoció a su primera compañera de aventuras en ese mundo desconocido, en ese lugar adonde se sintió pertenecer no bien se sentó, vacilante, nerviosa, ansiosa, sobre el último banco junto a la pared. “Ituzaingó” dice la gente. Otros dicen “Ituzáingo”. Ella prefiere la primera, pero preferiría no tener que pensar en lo cerca que está de ese pequeño bache en su viaje, ese momento extraño, frío, que alguna vez supo ser un anticipo de las horas que vendrían. Pero ahora ya no piensa en eso (se marean las botas ante sus divagues) sino en una noche en la estación Castelar, una noche en la que pensó que no necesitaba nada más para ser feliz, una noche en la que ingenuamente creyó ser dueña de una verdad que con el tiempo se mostraría como lo que era: una fantasía que su cabeza atolondrada hizo real, y de la cual solo repetiría esa noche, esa estación, ese par de latitas de cerveza. Y ahora es cuando las botas se ponen frenéticas. Enloquecen, zapatean, se retuercen. Todavía no entienden que no hay que bajar acá, ya no. Ya no hay nada para ellas en esta estación. Se resisten, luchan las botas, llorarían si no fuera porque el agua arruina el cuero. Son dos minutos breves pero que se clavan como agujas en la fría mañana, y estas botas que no entienden de razones, que solo siguen al instinto, que quieren bajarse, hacer tres cuadras, luego dos, tocar un timbre y que el tiempo no haya pasado, que todo siga igual que siempre. Una lágrima. Bueno, es un avance, se consuela la cabeza al recordar que hasta hacía dos meses ocultaba el rostro en un libro para no ver, para no sentir, para controlar a las botas. Pero el tren sigue y con él el grueso apunte, y con él un corazón podrido de latir. Se le antoja reirse a carcajadas, pero se contiene. No rompe con su risa el clima helado del vagón, pero le sobran los motivos. Pensar que alguna vez ese corazón se detenía una estación más allá, movido por la fuerza poderosa del capricho. Tonta, tan tonta, tan alegremente tonta, Como crecieron botas, como entendieron todo. Y cada estación es más fea que la anterior. Y en Liniers el tren escupe gente sólo para absorber otros tantos. “Qué ganas de ir a Museo, qué ganas de que no haga frío, qué ganas de que no haga frío PARA así ir a Museo” Ahí es cuando llega la estación más fea de todas: una franja desierta, desolada, perdida junto a la autopista. Y ahí abajo los olvidados que nadie quiere mirar, pero ella mira. Ella mira porque aprendió a mirar, y las botas sienten que algún día deberán bajar allí y recordar a los olvidados. ¿Para qué hace lo que hace sino? Y la eterna confusión, ¿viene Floresta o Flores? Cavila unos segundos y recuerda que primero va Floresta. “Barrio de Flores, si tus colores pudieran darle a mi boca una sonrisa otra vez…” canturrea por lo bajo, y una puntada en ese corazón le recuerda que alguna vez sus labios de seda fueron la luz de una condena. Que bien cantaba, que bien mentía, que bien fingía que sentía. Y como sentía ella, hasta lo profundo de los huesos. Pero por suerte el tren ya sale a campo abierto y ya ve Ferro, y las botas marrones se paran, y una sonrisa algo cansada se dibuja en ese rostro que ya no puede esperar para recorrer las calles del lugar, de su lugar. Y como un Oliveira que busca su kibutz, se pierde en esas veredas respirando ese futuro que la tienta, que la llama, que le grita que se apure. Tiempo al tiempo botas, que todas estas calles se caminan poco a poco, Pero ahora no hay tiempo, hay que correr al 36, aguardar la ancha avenida, tocar el timbre, descender, recorrer un corto trecho, cruzar la puerta a la carrera, subir los escalones de dos en dos, entrar al aula y finamente acomodarse. Las botas son recibidas con un mate, varias sonrisas, algún pájaro colgado del techo, esa sensación de libertad de quien construye un mundo en unas pocas paredes. Dicen que viajando se fortalece el corazón…Pasan los trenes, pasan los años, y las botas marrones cada vez laten más fuerte.