viernes, 10 de septiembre de 2010


Es tan temprano que da calambre, y las botas marrones pisan ligero la casi cuadra hasta la estación, pasos cortitos pero a gran velocidad, como si por eso fuera a hacer menos frío. Le dan ganas de prenderse un pucho, aunque no fuma: es que la situación es acorde al cigarillo, o el cigarillo acorde a la situación, no sabe, la cosa es que le dan ganas. Por fin se ve una sola luz cortando la niebla, despacio, muy despacio, acercándose hasta el centro, donde está la estación, donde está el banco de piedra, donde están las botas marrones que de un salto se apresuran a conseguir un asiento. Y una vez acurrucadas contra la ventana, se entregan al sueño, al tren que se mece lentamente. A veces sonríe con los ojos bien cerrados, pensando lo gracioso que sería cruzarlo en la estación, rotoso y despeinado, y saludarlo con esa complicidad que solo tienen aquellos que saben darse buenos gestos cada tanto pero nada más. El vínculo más sano de todos: aquél en que ambas partes no se quieren. Abre muy apenas un ojo y ve el primer arco, más tarde el segundo, después el galpón colorido. Se sorprende pensando en una persona por estación, y en otra en todas las estaciones, pero qué más da. Hora de bajar y pasar el túnel. Hora de abordar el otro tren, y las botas esquivan a la señora de las mentitas y se acercan sigilosamente al lugar donde aproximadamente va a ubicarse la puerta en cuanto el tren entre en la estación. Y ese momento llega, y ahora sí, empujones, apretones, nadie que intente comprender que si no bajan unos no subiran los otros, y ahí sí, después de la ley de la selva, las botas marrones entran despreocupadamente y se dejan caer junto a la primer ventana que encuentran. Sobre esas botas hay una mente dispersa que se esfuerza por abrir un apunte y por ser nada más y nada menos que una estudiante; pero a lo largo del viaje la amiga, la mujer, la hija, la tía, la prima, la hermana, van ocupando a su turno ese lugar, y es probable que las botitas lleguen con tan sólo dos páginas leídas. “Moreno, Paso del Rey, Merlo, Padua…” repetía la voz de papá cuando las botas eran unos zapatitos azules de gamuza que por primera vez recorrían un vagón. Los zapatitos intentaban recordar pero nunca pasaban de Padua, y la pequeña cabeza sobre los zapatos se perdía en imaginarse un rey caminando apresurado por los pasillos de su palacio, y con eso siempre empezaba alguna historia porque era tan grande su imaginación. “Tan grande…” se hacen eco las botas de ese pensamiento, de esa memoria con olor a perfume de señor, a canas incipientes, a padre ahora soltero intentando…Simplemente, intentando. Sus ojos siguen el recorrido de la ligustrina que se pierde más allá de la estación de servicio, y aunque no llegan hasta ahí, ven con claridad el edificio despintado, el portón abierto, las ventanas rotas, las aulas destartaladas. Un calorcito en el pecho la asombra nuevamente al pensar que ya pasaron tantos años desde ese día en que, junto al paso nivel, conoció a su primera compañera de aventuras en ese mundo desconocido, en ese lugar adonde se sintió pertenecer no bien se sentó, vacilante, nerviosa, ansiosa, sobre el último banco junto a la pared. “Ituzaingó” dice la gente. Otros dicen “Ituzáingo”. Ella prefiere la primera, pero preferiría no tener que pensar en lo cerca que está de ese pequeño bache en su viaje, ese momento extraño, frío, que alguna vez supo ser un anticipo de las horas que vendrían. Pero ahora ya no piensa en eso (se marean las botas ante sus divagues) sino en una noche en la estación Castelar, una noche en la que pensó que no necesitaba nada más para ser feliz, una noche en la que ingenuamente creyó ser dueña de una verdad que con el tiempo se mostraría como lo que era: una fantasía que su cabeza atolondrada hizo real, y de la cual solo repetiría esa noche, esa estación, ese par de latitas de cerveza. Y ahora es cuando las botas se ponen frenéticas. Enloquecen, zapatean, se retuercen. Todavía no entienden que no hay que bajar acá, ya no. Ya no hay nada para ellas en esta estación. Se resisten, luchan las botas, llorarían si no fuera porque el agua arruina el cuero. Son dos minutos breves pero que se clavan como agujas en la fría mañana, y estas botas que no entienden de razones, que solo siguen al instinto, que quieren bajarse, hacer tres cuadras, luego dos, tocar un timbre y que el tiempo no haya pasado, que todo siga igual que siempre. Una lágrima. Bueno, es un avance, se consuela la cabeza al recordar que hasta hacía dos meses ocultaba el rostro en un libro para no ver, para no sentir, para controlar a las botas. Pero el tren sigue y con él el grueso apunte, y con él un corazón podrido de latir. Se le antoja reirse a carcajadas, pero se contiene. No rompe con su risa el clima helado del vagón, pero le sobran los motivos. Pensar que alguna vez ese corazón se detenía una estación más allá, movido por la fuerza poderosa del capricho. Tonta, tan tonta, tan alegremente tonta, Como crecieron botas, como entendieron todo. Y cada estación es más fea que la anterior. Y en Liniers el tren escupe gente sólo para absorber otros tantos. “Qué ganas de ir a Museo, qué ganas de que no haga frío, qué ganas de que no haga frío PARA así ir a Museo” Ahí es cuando llega la estación más fea de todas: una franja desierta, desolada, perdida junto a la autopista. Y ahí abajo los olvidados que nadie quiere mirar, pero ella mira. Ella mira porque aprendió a mirar, y las botas sienten que algún día deberán bajar allí y recordar a los olvidados. ¿Para qué hace lo que hace sino? Y la eterna confusión, ¿viene Floresta o Flores? Cavila unos segundos y recuerda que primero va Floresta. “Barrio de Flores, si tus colores pudieran darle a mi boca una sonrisa otra vez…” canturrea por lo bajo, y una puntada en ese corazón le recuerda que alguna vez sus labios de seda fueron la luz de una condena. Que bien cantaba, que bien mentía, que bien fingía que sentía. Y como sentía ella, hasta lo profundo de los huesos. Pero por suerte el tren ya sale a campo abierto y ya ve Ferro, y las botas marrones se paran, y una sonrisa algo cansada se dibuja en ese rostro que ya no puede esperar para recorrer las calles del lugar, de su lugar. Y como un Oliveira que busca su kibutz, se pierde en esas veredas respirando ese futuro que la tienta, que la llama, que le grita que se apure. Tiempo al tiempo botas, que todas estas calles se caminan poco a poco, Pero ahora no hay tiempo, hay que correr al 36, aguardar la ancha avenida, tocar el timbre, descender, recorrer un corto trecho, cruzar la puerta a la carrera, subir los escalones de dos en dos, entrar al aula y finamente acomodarse. Las botas son recibidas con un mate, varias sonrisas, algún pájaro colgado del techo, esa sensación de libertad de quien construye un mundo en unas pocas paredes. Dicen que viajando se fortalece el corazón…Pasan los trenes, pasan los años, y las botas marrones cada vez laten más fuerte.

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