jueves, 22 de abril de 2010

utopia se llamo en su momento, que siga siendo asi...por ahora...

hace bastante que vengo con ganas de escribir algo "copado" y no encuentro el momento justo para decir, que bueno loco estoy escribiendo!!, asi que me puse a revisar "mis archivos" y encontre este texto que hice el año pasado, si lo leyera mi viejo me llamaria corriendo preocupado por si estoy o no al borde de la depresion jaja, tranquilo viejo le diria con una sonrisa tirando a medio ironica ¿quizas?, no me personifiques en cada cosa que hago, por que muchas veces me pongo en la piel de otro para dejarme llevar...no se si es el caso de esta cosa que puedo llamar historia, pero la encontre, me gusta, me gusto y me gustara siempre siempre, por que relata un momento lamentablemente especial. Y queda justo con el pajerisimo dia que tengo hoy, que ni ganas de escribir me dan, y raramente, no incluye un porque especial; solo espero que caiga una luz del cielo y me anime las energias para sacarme las medias de lana y hacer algo. Y sin mas preambulos presento una de mis pequeñas primeras creaciones....


Se sentó en el baño a esperar una vez más. No sabía qué esperaba, no sabia qué pensar. La ducha no la había despertado, no la había refrescado, no le había solucionado nada. Es tan utópico el hecho de pensar que algo de afuera te puede salvar. Se sentó. Se sentó y espero. Las lagrimas comenzaron a caer en su rostro, sus ojos se comenzaron a inflamar, sus manos comenzaron a temblar y todo su cuerpo a transpirar. La ducha ya no le servia de nada, la limpieza se esfumo una vez mas. Estaba sentada, ella sola con su toalla, envuelta, desnuda, desprotegida una vez mas. Ahí adentro, encerrada, encerrada en su cuerpo y en su alma. Encerrada en esas cuatro paredes que la soportaban. Los azulejos tenían ya otra forma; la nube que sus lágrimas habían dejado no le permitía visualizar en que parte del baño ahora se hallaba. Tal vez estaba tirada, tal vez estaba parada. Nada importaba. No oía, no veía, no pensaba. Las ideas fluían, su conciencia le hablaba, ella callaba. Escuchaba, intentaba hacerlo, quería hacerlo. Quería que alguien la saque de ahí, que le enseñe a caminar y a pensar, que le arranque la tristeza de su continua soledad, que le diga que no es ella. Que es la vida. Que le diga qué hacer. Abrió los ojos y se dio cuenta que estaba ahí, que ella misma se hablaba, que ella misma se atormentaba, que ella misma se defendía y autodestruía. La conciencia no es otra cosa que lo que rige nuestro ser, ¿o nuestro ser no es otra cosa que lo rige a nuestra conciencia? Tan chiquita se sentía, tan indefensa se veía, hinchada, nublada, desnuda, tan sólo con su toalla. Se cambió, se peinó, y se marchó.
Todo lo que logra es tan sólo por la inercia que te deja el vivir, tan soòo lo natural que es caminar, anonadada, sin escuchar ni ver más nada.
Le cayó mal. Lo hizo mal y lo sabía. Todo dependía de ella y lo sabia. La cobardía la hundía. La realidad la asustaba, la fantasía la saludaba. Por eso pensaba, por eso escribía, para salir de esa triste realidad que la consumía.
Fue conciente e igual lo hizo, y concientemente se mata. Esa angustia que la hunde y la persigue, que la hostiga, la tortura, la apabulla. Ese no saber qué hacer, ese querer y no deber, ese actuar que le saca de a poco toda su humanidad, que la hace aferrarse a medios que no quiere, que no conoce, que no le hacen bien, tan solo para llegar al fin que todos le dicen que debe poner. Su conciencia ya no es suya, no sabe quién fue ni quién es. No sabe si habla de ella, por ella, para ella. No sabe si habla por el o por aquel. No sabe si es lo que quiere o lo que le dicen que tiene que querer. Esa maldita costumbre a la que estamos todos atados, esa maldita costumbre de naturalizar lo bueno y lo malo, de luchar porque así debe ser y no porque así queremos que sea. Luchar y no dejarnos caer, porque no sabemos qué implica caer, luchar para salir, quién sabe por qué ¿o para qué? Esa maldita puta costumbre de aceptar, de ahogarse y de salir porque no hay que caer. Porque sos más y porque mereces más. Ese maldito instante efímero de felicidad. Esa patética felicidad, esa puta felicidad por la que actuas, por la que vivís, por la que llorar y te matas. Te matas por ella y no llega. ¿Vale la pena la muerte de efímeras etapas que siendo tan utópicas hacen bien, tan sólo para conseguir otra puta, efímera y utópica etapa que será igual? Porque mierda cambiar, para que lado correr, qué hacer, qué pensar, si su conciencia ya no es suya, siempre fue de alguien más. Le corresponde, se la adueñó como se adueñó de cada puta, efímera y utópica etapa que dejó, o cree que va a poder, que le dicen que tiene que poder dejar atrás. Y si no quiere, ¿cuál hay? No es melodrama, es buscar su libertad. Puta, efímera y utópica libertad.


martes, 20 de abril de 2010

White Rabbit


Todos perseguimos al conejo blanco. No al mismo, pobre conejo, sino cada cual a su conejo. Las personas tenemos esa necesidad de estar siempre corriendo atrás de algo, persiguiéndolo, anhelándolo. Si agarramos un conejo, inmediatamente vamos a seguir a otro: muchos persiguen un conejo con un titulo universitario en la mano para después seguir a otro que lleva dos alianzas, para después salir a correr al que lleva una cunita cargada de chupetes y mamaderas y así sucesivamente. Lo que es común a todos los conejos, los más populares, los más bizarros, los más oscuros, es que se nos presentan difíciles de alcanzar. En eso consiste toda la gracia del conejo: que nos agarre desprevenidos y pase corriendo a toda velocidad y pensemos “Uy, mirá, ahí va mi conejo”, y no nos alcancen los pies para perseguirlo. Así un día, y otro, y otro, y otro, el mayor tiempo posible. Pero sea como sea, después de pasar por muchas instancias, que van desde sentirnos tan chiquitos y alejados de nuestro conejo que las orugas nos fuman en la cara a ser verdaderamente gigantes y perder de vista al mamífero blanco y peludo por estar con la cabeza por los cielos; después de que intenten cortarnos la cabeza mil veces (e incluso, lo logren una o dos); después de tomar el té con la locura y de que ésta nos llene la nariz de mermelada, nos duerma, nos deje narcotizados; después de intentar volver rojas las rosas blancas inútilmente para disimular nuestros desaciertos; después de toda esa travesía, el conejo por fin cae en nuestras garras, solamente para ser reemplazado por uno nuevo, y volvemos a empezar. Las nenas (cuando somos bien nenas) corremos a una especie particular de conejo: va vestido de azul y se parece mucho a esos que trepan por torres, matan dragones y despiertan con besos. Creemos verlo todo el tiempo, lo corremos, lo soñamos, lo buscamos y, una vez que creemos encontrarlo, se nos hace humo y aparece uno nuevo, con un traje más azul, más torres trepadas, más dragones aniquilados y más besos que interrumpen siestas en su haber. A medida que crecemos, nuestro conejo envejece, el traje se le destiñe y aprendemos a verlo vestido de todos los colores. Tal vez ya no necesitamos que mate dragones, sólo que espante nuestros miedos, y muy probablemente los besos a la hora de despertar nos sean insuficientes (los queremos antes de dormir, antes de salir, antes de comer, después de comer, en la cocina, en el baño, en la casa de un amigo, en la puerta de nuestra casa, etc.) Yo nunca fui una Alicia hecha y derecha. Bueno, tal vez lo fui, pero no lo recuerdo demasiado. Mi conejo cambió de color bien temprano y pasó muchas veces de ser una criatura adorable a ser una bestia asquerosa, y otra vez fue adorable, y otra vez fue asquerosa, y así sucesivamente. Cada vez que saltaba dentro de su madriguera no aparecía en el país de las maravillas sino que me chocaba violentamente contra el piso minutos antes de agarrarlo de las orejas sólo para que girara la cabeza y me mordiera, me hiciera sangrar, llorar, rabiar, reventar de bronca. Hasta que un día me miré los moretones, las marcas de los dientes de distintos conejos (o de el mismo conejo, porque uno siempre persigue a un conejo en particular, pero en distintas épocas y con distintos disfraces) y me dije: “NO QUIERO SEGUIR AL CONEJO BLANCO”. Pero las Alicias estamos para eso: para seguir al conejo, a muchos conejos. Y por más que yo me la pasaba siguiendo otros conejos (el que tiene un papelito que dice “Licenciatura en Ciencias de la Comunicación Social”, el que lleva mis valijas a un departamento en capital, y un par más, chiquitos, parecidos más a Búster Bunny que a Bugs) inevitablemente el mismo fucking conejo blanco se me aparecía y mi instinto de Alicia me forzaba a perseguirlo. Así que decidí imaginar un conejo imposible, inexistente, suma de partes irreconciliables, lejano y veloz, muuuy veloz, todo un desafío para mis pasos cortos. Satisfecha con mi nuevo conejo, me dediqué a perseguir a los otros, cazando por el camino gatos, patos, cachorros, cuises, gorriones, TODO menos conejos. Durante todo ese tiempo ni siquiera me acordé de mi conejo, no lo busqué, no lo llamé. Era una Alicia rebelde y complicada, que gustaba de otros tipos de animales, que prefería ser generosa con Elmer y no entorpecer su trabajo. Estaba lista para ser la primera Alicia en la historia capaz de resistir la tentación de perseguir un conejo desteñido, avejentado, que aparecía sólo para esfumarse, para volverse un recuerdo. Un día creí ver a mi conejo y, contra mi voluntad, lo perseguí. Salté tras él sin mirar y, de pronto, caí en aguas profundas. Me ahogaba, me ahogaba y no había salida. Mi conejo se había ido y me había dejado sola, remando contracorriente, sin dejarme siquiera rozarle las patas. Finalmente logré llegar a la orilla, tiritando, escupiendo agua, empapada de la cabeza a los pies, maldiciéndome por ser tan Alicia, insoportablemente Alicia, ingenuamente Alicia. “Mi conejo NO EXISTE. Yo decidí crearlo de tal manera que no existiera. Entonces, ¿por qué me empeño en seguir algo que no quiero, que no necesito, que no es real?” Me olvidé del incidente y seguí con la caza. Era una Alicia radiante, nueva, liberada, desatada, feliz. Lejos de las aguas turbulentas, de los pozos con fondo (y bien duro) y de los zapatitos rotos de tanto correr. Entonces apareció: mira si sería brillante su luz que me lo crucé de noche y lo vi con toda claridad. Pasó como una exhalación entre dos arbustos y una corriente eléctrica me subió por las piernas, impulsándome a correr, correr, correr, sin detenerme. Se me acalambraban los músculos, me faltaba aire, pero no importaba: así me estallaran los pulmones TENIA que alcanzarlo, y no era yo la que lo decidía, simplemente así tenía que ser. “No quiero, no quiero, no quiero”, repetía en mi cabeza, pero mi cuerpo entero pedía a gritos ese destello, esa blancura vestida de mil colores con una mochila cargada de poesías bizarras, un pasado que metía miedo, una sombra de la que necesitaba adueñarme, los besos que le calzaban a mi piel y, curiosamente, una forma de libertad. Nunca asocié a los conejos con la libertad hasta ese momento. Es que este conejo era mejor, mucho mejor, que el conejo que me había inventado. Al pie de la madriguera, dudé. Mi vida de caza indiscriminada no sería la que todas las Alicias sueñan, pero era mía, y yo estaba muy cómoda y tranquila evitando saltar dentro de esos hoyos que parecían no tener fin. ¿Estaba lista para volver a romperme todos los huesos? Miré una vez, de lleno, sus ojos rojos (el fin de la fantasía tendrá sus ojos)Y acá estamos.

miércoles, 7 de abril de 2010

Welcome to the jungle


Es realmente extraño intentar vivir de algo que se supone fue enterrado hace ya cuatro años. Pero así como todo pasa, también todo vuelve. Y es extraño reencontrarse con lo que no fue en un momento que es.

No hubo daños ni perjuicios, sólo dos corazones dolidos. No hubo engaños ni mentiras, no hubo promesas no cumplidas. Fue algo que no pudo ser y que se unió para ver qué es. Y escuchar, y hablar y situarse en un lugar que siempre se imaginó; y sentir que nada es igual, que realmente algo puede cambiar; que lo esencial sigue estando, invisible a los ojos, sí, pero perceptible en alguien que solamente vivía en los recuerdos, que no respiraba ni reía ni sentía frente a frente, tan sólo en los recuerdos, en los pensamientos, en las ideas de lo que pudo haber sido y no fue. Tan sólo fue lo que pudo ser. ¿Y qué hubiera pasado si…? ¿Si qué?, no sirve pensar en eso cuando esto es otra cosa, cuando dos caminos se abrieron de uno mismo, cuando al fin se ve que el otro esta bien, y hace bien, y al mismo tiempo se siente ese impulso irracional de querer devorar lo que se halla enfrente, y se piensa. Se sabe que se puede. ¿Pero qué pasaría si…¿si qué? Quizás le haría mal. O les haría mal. Quizás no.

Los dientes no dejan que se termine de morder esa idea que pretende ser triturada, degustada, saboreada y tragada. Todos somos animales. Existe ese instinto irremediable que querer devorar, pensándose que es pura supervivencia. Que es la selva la que manda, y que quien no ataca, mal acaba Pero el amor no deja lastimar. Qué tanta vuelta sobre lo que es o no es amor. Qué tantas ganas de amar, o esa forma compulsiva de vomitar frases cursis a cerca del amor, cuando amor es otra cosas señores.

No se vomita, se siente; no se mastica, no se lastima: se ama. Y se ve que nunca se apagó.

Y esas ganas de llorar pueden perdurar, o no, pero así se debe sentir el amor.

Y esas ganas de devorar pueden perdurar, o no, pero amar no es sinónimo de lastimar.

Entonces, ¿para qué pensar en lo apocalíptico del amor, en lo apocalíptico del instinto?

Si poniendo cada cosa en su lugar, es más fácil jugar. Es más fácil ocupar el rol que la selva dio. Y dejar así atrás las ganas de triturar, las ganas de devorar, las ganas de ganar

lunes, 5 de abril de 2010

¿Cuál es tu lugar en el mundo?


Probablemente, una de esas preguntas que descolocan si se escupen una tarde de viernes tomando mate o una noche de pizza y cerveza. Muy filosófica tal vez. Algo sobre lo que uno no se pone a pensar sino que simplemente se siente en un momento determinado. Puede ser un punto geográfico, un instante que se congela en el tiempo. A veces, uno se da cuenta de cuál es su lugar en el mundo cuando está muy lejos de él, y esa sensación de armonía se añora, se necesita, se busca en otros lados pero nunca es lo mismo.
Para mí, todos tenemos dos o tres lugares en el mundo. Nunca puede reducirse a UN lugar, porque las personas no nos reducimos a un solo afecto, a un solo placer o a un solo recuerdo feliz. Esos lugares en el mundo son nuestros centros y nada nos da más paz que el instante en que los descubrimos. Yo descubrí uno de los míos. ¿Que cómo me di cuenta? Simplemente crucé la puerta y...pertenecía. Con todo lo que realmente PERTENECER significa. Es una porción de libertad, una parte de mí hecha canción, lectura, mate, compañia, comunidad, armonía, fluir de ideas. Todo nucleado en unos metros cuadrados, cemento, aerosol, tinta y papel.