domingo, 13 de marzo de 2011

Postcrucifixión


Dylan Thomas andaba solo en una multitud de amores. ¿Y yo? Yo ando sola en una especie de laberinto sordo de voces y risas, y llantos perdidos, y rostros sin nombre. Hay besos sin sesos y envases vacíos, los ecos de un mundo ido, una infancia con Nesquick y un estruendo de ladridos. Algún que otro tren que nunca llegó, y el amor por vos, enana de mi alma, que llenaste de trazos esta porción de mí, este papel enredado de suspiros e ilusiones, de esos ladrillos del mundo que son las palabras. Y sobre tus trazos playeros quedan ahora las huellas de miel de los amigos, el humo transpirado, los versos inconclusos, esa amistad caliente y mojada que rompe sus reglas sobre mil y un colchones. Por este laberinto también da vueltas como un trompo un corazón digno de romperse, sangrando profusamente sin pausa y sin prisa, con un ancho de espadas clavado en su palpitante carne contradiciendo y aniquilando todo lo que no puede evitar. Los celos enfermos, los miedos guardados, la palma de la mano sin futuro impreso y la certeza de haber amado como si una aguja penetrara hasta los huesos, apretando los dientes y sin pedir perdón. Pero aún hay más: un sol de enero, el instinto rebelde, indomable, liberado; vasos, rezos, cascos, motos, el vino dulce de la espera que me agotó (el no saber nada de vos). Y dueña de todo eso y más, en este laberinto, yo, tan yo, sólo yo; eternizada en un momento o en todos, niña y mujer, acción y pensamiento, tan viva, tan mi dueña, tan soñada y tan extraña, inexplicable e inmensamente FELIZ

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