Agotada toda esperanza de realizar mis sueños de libertad en tus veredas, salgo a patearlas al rayo del sol. “Buen día”, “Buen día”, “Buen día, señor”. ¡Qué maleducada es la gente! Y yo todo corazón, aunque a veces me río y arrugo la nariz como una nena chiquita, bien chiquita, casi tan chiquita como ahora. Loca, loca, loca (con todos los tigres). Algún piropo volador me hace cosquillas en los oídos y me sonrojo, pura inocencia, pura ternura. Lo que no sabe el piropeador es que tras el sonrojo hay mil volcanes encendidos que se manifiestan en esa frialdad, en ese despecho, en esa rabia contenida que aflora en un mordisco en una boca, cuidadosamente seleccionada pero deseada tan poco, tan nada.“Que bonita que sos”. Silencio. Susurro un “Gracias”, colorada, colorada, aunque el “Bonita” todavía me abre tajos en el alma. Pero una gota más de sangre, una menos, ¿qué más da? Hace tanto que se sangra que da igual, da lo mismo, ya pasa a ser el modo de dejar de envenenarse y empezar a quererse, a aceptarse. Y todas las palabras se aglutinan en mi mente, y sonrío ansiando el momento de descargarlas sobre el papel, mi modo de ser y de estar, el rincón donde todo lo que nombro es mío. Vos sos mío cuando te escribo, más de lo que realmente lo fuiste. Este lugar que llamo hogar es tan mío como siempre pero esta vez puedo desglosarlo, revolcarlo, mimarlo, destrozarlo, y haga lo que haga sigue siendo mi hogar. Y el no lugar…¿Qué decir del no lugar?
El no lugar se respira en el rumor de los colectivos que llevan y traen gente, todo el día, todos los días, hasta este microclima pseudoporteño bien al oeste que doy en llamar “casa”. Se hace palpable en cada cara inconfundible, cada saludo apurado, cada huella que dejan todos los que lo habitan en su memoria de cal y cemento. Pero el no lugar se hace más fuerte, se clava en mi cuerpo, cuando tomo conciencia de que cada recoveco cuenta una historia, cuenta MI historia. El no lugar es ese lugar por donde no puedo pasar sin recordar. Y acá me quedo yo, aunque sé que pronto me iré. Me quedo para siempre saliendo del colegio, para siempre boca arriba en el pasto de la plaza, para siempre conteniendo carcajadas en la iglesia; eternamente llorando al costado de las vías, eternamente riendo en las guaridas de mis amigos, y allí eternamente se quedan ellos también bailando hasta la mañana, destapando una cerveza, abriendo de a poco las alas que algún día también se los llevaran a conocer otro horizonte que no sea el acceso a la autopista. Acá me quedo yo, como un eco vivo, viendo nacer a ese huracán chiquito, entendiendo por fin que familia es algo lejano a la sangre y a veces es producto del tiempo y el amor que juegan solos el partido y te atan como quieren. Me quedo cual sombra en cada esquina, portal, silla, cama, mesa de bar donde amé y perdí al mismo tiempo, donde me hice mujer (que frase cliché, como la detesto), donde dije adiós desde el primer momento. Por eso, sucucho bonaerense, no sos vos el que me ata: yo te ato a mí, te obligo a mirarme pasar por tus calles, a seguir oyendo mi voz, sintiendo mis pies hundirse en el barro (nunca fui buena esquivando charcos); te condeno para siempre a mi presencia porque soy tan parte tuya como vos sos parte mía, aunque no seas mi futuro, aunque aquí no termine el viaje que inicia mi cabeza, mi locura, intensamente, cada mañana, al compás de un “Buen día”. Y de pronto escucho un “¡Que vivan los novios!” coronado de aplausos, sin razón aparent. Y te regalo otra de mis carcajadas para decorar tus vientos: nunca están de más, nunca serán suficientes.
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