viernes, 8 de octubre de 2010

Y un buen día lo puse ahí, entre la caja de los apuntes y la bolsa de dormir, bien tapadito. No le resultó fácil aceptar mi decisión. Las primeras tres noches lloró desconsoladamente. Cada tanto volvía a preguntarme por qué lo había dejado ahí, y yo respondía una vez más: “Porque no me dejas ser”. Pero seguía ahí, latiendo escandalosamente, llamando mi atención, y yo tan fría y desalmada lo dejé escondido. Tarde o temprano el iba a entender de mi necesidad de ser un cuerpo con instinto, un animalito herido buscando purgarse, sanarse, liberarse.

A ella conseguí hacerla callar. Hablaba sólo cuando era indispensable, y levantaba la mano para pedirme permiso. La dejaba opinar cada tanto, pero ya no tenía la última palabra: esa última palabra era mía de ahora en más, yo decidía, yo elegía, yo era mi dueña. No ella, que siempre pone trabas y peros y que, paradójicamente, no entiende de razones. Con él encerrado y ella en silencio, por fin, se habían ido las culpas y los miedos. Más mujer que nunca (tan pendeja como siempre), le dije adiós a esa porción de mí, podrida de latir bajo mi cama, y me fui. No lloró, no hubo respuesta. Habrá entendido que era feliz sin su presencia.

Impúdica, animal, sin pedigree, me dediqué a llenar mis días de deseos cumplidos, de momentos de gloria en frasco chico, de ilusiones. Sin promesas, sin proyectos, sin razones. Era, y sigo siendo, instinto en su estado puro, entregada a la satisfacción de mi alma sobre la que pesaron tantas cadenas. Al principio no fue fácil: no hacía otra cosa que lamerme las heridas, tan profundas que la punta de mi lengua apenas alcanzaba a remover la sangre. Como todo animal herido, reaccionaba violentamente a la proximidad de otros que no fueran mis pares. Arisca, rebelada, estallando a cada minuto, a cada segundo, desconcertando a cazadores y a presas por igual. Me pasaba las noches purgando ese espíritu lleno de cicatrices con vasos y besos, con humo y calor, y sangrando tinta, que hasta ahora es el método más eficaz que encontré para escupir el veneno.

Después de un tiempo, dejó de doler. No del todo, por supuesto. Pero dejó de quemar en las entrañas para pasar a dar puntadas, muy cada tanto, cuando las defensas estaban bajas. Entonces la parte rabiosa de este nuevo ser que soy se aplacó, se durmió profundamente, dejando que ese instinto que ahora no tiene barreras se entregara a la vida con más comodidad, sin que otros pagaran el precio de la purga, de las noches sin dormir, de la ausencia. Este animal ya no teme. Es el miedo el que le teme esta vez, porque no reconoce en esta cara la misma cara llorosa a la que atacó sin piedad más de una vez. Mi sonrisa lo aniquila, no me ve vacilar y eso le da terror. El miedo ya no existe porque no hay nada que perder. No puedo perder la cabeza, está amordazada y atada a mis pies. No puedo perder el corazón, lo dejé bien seguro entre la alfombra y la madera. Entonces no le queda nada por destruir.

Confieso que a veces me permito pensar y me pregunto a dónde voy, pero me doy cuenta de que no me importa demasiado. Sé que estoy yendo adonde quiero llegar, aunque no sepa bien adonde es. Sólo sé que ahí no han de acompañarme todavía ni el prisionero bajo mi cama ni esa que la juega de sabia pero suele no saber nada. No les toca seguir haciendo daño. Ella está bien como está. Él todavía llora de vez en cuando. No quiero ilusionarlo, porque se tornaría insoportable, y por eso no le digo lo que planee para él. No lo sabe, pero el día que este instinto tan brutal y asesino llegue a ese destino que no sabe ni cómo es, ese día, va a volver a mis brazos, a mi cuerpo, a mi vida. Es torpe, toma malas decisiones, pero sigue siendo parte de mí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario