martes, 20 de abril de 2010

White Rabbit


Todos perseguimos al conejo blanco. No al mismo, pobre conejo, sino cada cual a su conejo. Las personas tenemos esa necesidad de estar siempre corriendo atrás de algo, persiguiéndolo, anhelándolo. Si agarramos un conejo, inmediatamente vamos a seguir a otro: muchos persiguen un conejo con un titulo universitario en la mano para después seguir a otro que lleva dos alianzas, para después salir a correr al que lleva una cunita cargada de chupetes y mamaderas y así sucesivamente. Lo que es común a todos los conejos, los más populares, los más bizarros, los más oscuros, es que se nos presentan difíciles de alcanzar. En eso consiste toda la gracia del conejo: que nos agarre desprevenidos y pase corriendo a toda velocidad y pensemos “Uy, mirá, ahí va mi conejo”, y no nos alcancen los pies para perseguirlo. Así un día, y otro, y otro, y otro, el mayor tiempo posible. Pero sea como sea, después de pasar por muchas instancias, que van desde sentirnos tan chiquitos y alejados de nuestro conejo que las orugas nos fuman en la cara a ser verdaderamente gigantes y perder de vista al mamífero blanco y peludo por estar con la cabeza por los cielos; después de que intenten cortarnos la cabeza mil veces (e incluso, lo logren una o dos); después de tomar el té con la locura y de que ésta nos llene la nariz de mermelada, nos duerma, nos deje narcotizados; después de intentar volver rojas las rosas blancas inútilmente para disimular nuestros desaciertos; después de toda esa travesía, el conejo por fin cae en nuestras garras, solamente para ser reemplazado por uno nuevo, y volvemos a empezar. Las nenas (cuando somos bien nenas) corremos a una especie particular de conejo: va vestido de azul y se parece mucho a esos que trepan por torres, matan dragones y despiertan con besos. Creemos verlo todo el tiempo, lo corremos, lo soñamos, lo buscamos y, una vez que creemos encontrarlo, se nos hace humo y aparece uno nuevo, con un traje más azul, más torres trepadas, más dragones aniquilados y más besos que interrumpen siestas en su haber. A medida que crecemos, nuestro conejo envejece, el traje se le destiñe y aprendemos a verlo vestido de todos los colores. Tal vez ya no necesitamos que mate dragones, sólo que espante nuestros miedos, y muy probablemente los besos a la hora de despertar nos sean insuficientes (los queremos antes de dormir, antes de salir, antes de comer, después de comer, en la cocina, en el baño, en la casa de un amigo, en la puerta de nuestra casa, etc.) Yo nunca fui una Alicia hecha y derecha. Bueno, tal vez lo fui, pero no lo recuerdo demasiado. Mi conejo cambió de color bien temprano y pasó muchas veces de ser una criatura adorable a ser una bestia asquerosa, y otra vez fue adorable, y otra vez fue asquerosa, y así sucesivamente. Cada vez que saltaba dentro de su madriguera no aparecía en el país de las maravillas sino que me chocaba violentamente contra el piso minutos antes de agarrarlo de las orejas sólo para que girara la cabeza y me mordiera, me hiciera sangrar, llorar, rabiar, reventar de bronca. Hasta que un día me miré los moretones, las marcas de los dientes de distintos conejos (o de el mismo conejo, porque uno siempre persigue a un conejo en particular, pero en distintas épocas y con distintos disfraces) y me dije: “NO QUIERO SEGUIR AL CONEJO BLANCO”. Pero las Alicias estamos para eso: para seguir al conejo, a muchos conejos. Y por más que yo me la pasaba siguiendo otros conejos (el que tiene un papelito que dice “Licenciatura en Ciencias de la Comunicación Social”, el que lleva mis valijas a un departamento en capital, y un par más, chiquitos, parecidos más a Búster Bunny que a Bugs) inevitablemente el mismo fucking conejo blanco se me aparecía y mi instinto de Alicia me forzaba a perseguirlo. Así que decidí imaginar un conejo imposible, inexistente, suma de partes irreconciliables, lejano y veloz, muuuy veloz, todo un desafío para mis pasos cortos. Satisfecha con mi nuevo conejo, me dediqué a perseguir a los otros, cazando por el camino gatos, patos, cachorros, cuises, gorriones, TODO menos conejos. Durante todo ese tiempo ni siquiera me acordé de mi conejo, no lo busqué, no lo llamé. Era una Alicia rebelde y complicada, que gustaba de otros tipos de animales, que prefería ser generosa con Elmer y no entorpecer su trabajo. Estaba lista para ser la primera Alicia en la historia capaz de resistir la tentación de perseguir un conejo desteñido, avejentado, que aparecía sólo para esfumarse, para volverse un recuerdo. Un día creí ver a mi conejo y, contra mi voluntad, lo perseguí. Salté tras él sin mirar y, de pronto, caí en aguas profundas. Me ahogaba, me ahogaba y no había salida. Mi conejo se había ido y me había dejado sola, remando contracorriente, sin dejarme siquiera rozarle las patas. Finalmente logré llegar a la orilla, tiritando, escupiendo agua, empapada de la cabeza a los pies, maldiciéndome por ser tan Alicia, insoportablemente Alicia, ingenuamente Alicia. “Mi conejo NO EXISTE. Yo decidí crearlo de tal manera que no existiera. Entonces, ¿por qué me empeño en seguir algo que no quiero, que no necesito, que no es real?” Me olvidé del incidente y seguí con la caza. Era una Alicia radiante, nueva, liberada, desatada, feliz. Lejos de las aguas turbulentas, de los pozos con fondo (y bien duro) y de los zapatitos rotos de tanto correr. Entonces apareció: mira si sería brillante su luz que me lo crucé de noche y lo vi con toda claridad. Pasó como una exhalación entre dos arbustos y una corriente eléctrica me subió por las piernas, impulsándome a correr, correr, correr, sin detenerme. Se me acalambraban los músculos, me faltaba aire, pero no importaba: así me estallaran los pulmones TENIA que alcanzarlo, y no era yo la que lo decidía, simplemente así tenía que ser. “No quiero, no quiero, no quiero”, repetía en mi cabeza, pero mi cuerpo entero pedía a gritos ese destello, esa blancura vestida de mil colores con una mochila cargada de poesías bizarras, un pasado que metía miedo, una sombra de la que necesitaba adueñarme, los besos que le calzaban a mi piel y, curiosamente, una forma de libertad. Nunca asocié a los conejos con la libertad hasta ese momento. Es que este conejo era mejor, mucho mejor, que el conejo que me había inventado. Al pie de la madriguera, dudé. Mi vida de caza indiscriminada no sería la que todas las Alicias sueñan, pero era mía, y yo estaba muy cómoda y tranquila evitando saltar dentro de esos hoyos que parecían no tener fin. ¿Estaba lista para volver a romperme todos los huesos? Miré una vez, de lleno, sus ojos rojos (el fin de la fantasía tendrá sus ojos)Y acá estamos.

1 comentario:

  1. Es cierto... siempre hay conejos blancos por perseguir.. cada cual a lo suyo ;)

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