miércoles, 16 de junio de 2010

Shinny Happy People

“Nunca es justa la felicidad” Julieta, con 15 años, escuchó por primera vez esa frase surgiendo de los parlantes y un escalofrío muy sutil le recorrió la espalda. Aquella todavía no sabía cuanto cliché hay detrás del concepto de felicidad y no sabía ni siquiera disfrutar de la propia. Me separan unos 6 años y varias vidas (aproximadamente, 1 gato y medio… resucitando con rapidez) de aquella primera vez en que justicia y felicidad chocaron dentro de mi cerebro, pero el mismo principio viene hace rato escondido en mi memoria. “Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía”, decía mi abuela mientras repasaba las camisas en la tabla de plancha, una ceja alzada en un gesto escéptico que chorreaba sangre italiana. No sé por qué creemos que la felicidad es una cosa que tenemos que alcanzar, algo que está ahí, al final de un camino. Soñamos con llegar un día, tocarla, abrazarla, guardarla en una cajita. Pero no gente, así no es. La felicidad no puede cosificarse (aunque hoy por hoy, parece que todo se cosificara), no se puede encadenar, colgar de la pared, ocultar bajo la almohada. La felicidad es polvo de momentos, polvo que erróneamente barremos una y otra vez. No es un estado permanente de goce, no es vivir las veinticuatro horas del día en un éxtasis ni la sensación constante de que los pies no tocan el suelo. Es un puñado de sonrisas, de latidos, de roces, de palabras, de antojos, de historias. Y ese rejunte es tan enorme que resulta inverosímil. Por eso se la ve tan lejana, tan injusta, tan irreal. Por eso hay cosas “tan perfectas que asustan”. Acostumbrados a la mala costumbre, a adormecernos, a enmudecernos, a que cada martes sea la remake de un lunes, cuando algo nos rescata de ese insoportable estado de conciencia pensamos que no puede durar, o que es una ilusión, y vivimos llorando finales que no han llegado, mentiras que no se han dicho. “Un velo de alquitrán en la mirada”, señores. Digo yo, ¿no será hora de creer un poco en milagros? De los terrenales, no sólo de los divinos. De esos que producimos sin darnos cuenta, porque nos creemos tan insignificantes en estas prisiones de asfalto y neón que no nos creemos capaces de hacer explotar momentos felices. Yo cada vez que me levanto hago un milagro. Lo hago desde que soy muy chiquita, pero hace poco lo ví con claridad: cada vez que me levanto, mi mamá sonríe. Es un segundo que llena de luz el living, que endulza el café con leche, que pinta la mañana como si sobre ella hubieran reventado globos llenos de acuarela. Si yo soy capaz de provocar un milagro en ella, ¿por qué no habría de creer que una noche cualquiera, a una hora cualquiera, otra persona podría provocarlo en mí? Me pasó miles de veces, y muchas de ellas seguí de largo, porque “no podía ser”, porque “mañana se le pasa”, porque “tanto rock no puede ser verdad”. Y si, mucho rock puede ser verdad, torrentes de rock, maremotos de alegría, ejércitos de carcajadas, un universo de caricias en el alma. Lo que existe no es la felicidad, sino las FELICIDADES. Y qué absurdo y estúpido, que autosabotaje, que traición, es vivir todos los días pensando que esos momentos van a esfumarse en lugar de cerrar los ojos y dejar que, poco a poco, los zapatos se despeguen del piso para luego caer y rebotar. Me llueve limosna, abue. Pero no soy ninguna santa.

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