martes, 30 de marzo de 2010


María Luisa se detuvo en la puerta de la cocina y echó una mirada a la enorme pila de platos y demás utensilios que esperaban ser lavados. Con un suspiro se calzó los guantes de goma, abrió la canilla y dejó que el agua caliente cayera a chorros sobre las piezas de vajilla. Tomó la esponja y derramó una buena cantidad de detergente; pensó que debía comprar otra marca, esa no rendía demasiado. Llenó de agua caliente la sartén y la dejo en remojo, sobre la hornalla, para que la grasa se aflojara un poco y así no correr el riesgo de arruinar el teflón rasqueteando. Tomó con delicadeza cada una de las copas, y borró poco a poco las manchas de carmín de los bordes y las gotitas de vino que quedaban en el fondo. Después se ocupó de los platos: la grasa de la carne le dio pelea. Mucha espuma, un poco de fuerza, refregar, refregar, enjuagar. Lo mismo con los platitos de postre. El tiramisú había resultado un éxito, a todos les había gustado mucho. ¡Su cuñada incluso le había pedido la receta! Claro que él tuvo, como siempre, algo que decir: que le faltó frío, que mucho café, que mejor hubiera sido pedir helado. Pero así eran las cosas, día tras día y noche tras noche desde hacía 15 años. Sonrío mientras rozaba suavemente con la esponja las tacitas de café, esas que ella tanto quería y que, luego de semanas de observarlas en una vidriera, pudo por fin guardar en su alacena. Salvo por una un poco astillada, la porcelana lucía como nueva. Mientras deslizaba entre sus dedos las cucharas, la azucarera vacía, la fuente, notó la poca luz que había en la cocina. Sumado a que con los años estaba cada vez mas corta de vista, esa era la razón por la que más de una vez algunas manchas pequeñas, casi imperceptibles, se le escapaban. Le había pedido mil veces que cambiara la lamparita, casi tantas veces como le había pedido que arreglara la canilla, o que fuera a comprar pan, o que hiciera cualquier otro tipo de tarea doméstica. Él, sentado frente al televisor, se limitaba a contestar con un movimiento de cabeza o un gruñido y por supuesto, hacía caso omiso de sus reclamos. Frunció el ceño y estrujó la esponja: ya casi no quedaba detergente. Definitivamente tenía que cambiar de marca. Si, eso iba a hacer cuando fuera al supermercado temprano en la mañana. Mientras lavaba los cubiertos repasaba mentalmente las compras para el día siguiente: pan, jugo, leche, mermelada, queso. ¡Ah, y no se le fuera a olvidar pasar por la verdulería! Revisó minuciosamente cada cuchillo y cada tenedor. Le daba mucho asco encontrar alguna mancha en ellos, más que en cualquier otra pieza de la vajilla. Trajo la sartén y con mucha suavidad le pasó la esponja. La grasa, por suerte, cedió con facilidad y en pocos segundos la superficie de teflón quedó impecable. Solamente quedaba un cubierto por limpiar: la cuchilla, terriblemente sucia, yacía sobre la mesada. Le costó bastante trabajo, mucho detergente, refregar, refregar, enjuagar, más detergente, volver a refregar, enjuagar otra vez. La sangre seca se resistía a abandonar el acero, y luego sus guantes, y seguramente se resistiría a abandonar su ropa. Nada que una buena cantidad de jabón en polvo (y un buen quitamanchas) no pudieran remediar. Cerró la canilla y se quitó los guantes. Esa noche iba a dormir como un bebé. Probablemente él tenía varios reproches que hacerle con respecto a la cena, el atuendo que había elegido, el mantel, el centro de mesa o algún comentario que ella le hubiera hecho a su madre. Pero por primera vez en 15 largos años, Maria Luisa no tendría que escuchar sus gritos.

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